Recuerdo con cariño los momentos más especiales de mi infancia: gozosas celebraciones familiares, los primeros amigos de la escuela, la 1ª Comunión, la iniciación en la fe… Fueron motivo de grandes alegrías, de mucha paz y de una inocente felicidad. Pero eso nunca volverá…

Recuerdo los cambios que llegaron con la adolescencia: la preciosa decisión de aceptar personalmente la fe, el discernimiento para la elección de estado, el intenso y rápido desarrollo tanto de lo corporal como de la personalidad, las diversas experiencias de encuentro con otros jóvenes católicos comprometidos, la dulce llamada del Señor… Fue una época de apertura amplia de miras, de descubrimiento del Amor inmenso de Dios y de decisiones importantes. Pero eso nunca volverá…

Recuerdo también la primerísima etapa en el Seminario: el vértigo de comunicar a los más cercanos tan gran cambio, el asombro ante todas las novedades de esta vida, la felicidad del crecimiento en la relación íntima con Dios, la alegría de compartir la vida cotidiana con personas que también han dado ese paso generoso, las primeras dificultades de la vida comunitaria, el aprendizaje de la oblación a Dios y a los demás… Fue una oportunidad de maduración, de serenización y de una providencial radicalización en la respuesta al Señor. Pero eso nunca volverá…

Recuerdo incluso la toma de posesión de Don Francisco Cerro: la preparación minuciosa de la celebración, la oración intensificada durante las semanas previas, la conversión del Seminario en Residencia/Hotel Episcopal, el cúmulo “gozo-nervios” que se respiraba en el ambiente al llegar el esperado día, la sencillez y cercanía del nuevo pastor, el Sagrado Corazón de Jesús… Apenas han pasado dos meses, pero ese día nunca volverá…

Somos capaces de diferenciar entre pasado y futuro a la hora de situar los acontecimientos de nuestra vida, pero esta, a la hora de la verdad, está compuesta por una continua sucesión de momentos presentes. Vivimos atados al tiempo, que avanza inexorablemente y nos arrastra con él. Cuando esta verdad cala en el corazón cristiano debe fundirse con la necesidad de amar a Dios en la vida terrena y despierta en el alma la urgencia de entregar la vida AHORA. Sin agobios que solo quitan la esperanza, pero con la determinación de ser fieles en su santo servicio. “Hoy es día de salvación” (2 Cor 6, 2).

Dios nos concede este gran regalo (de ahí que lo llamemos “presente”), y emplearlo en servir a los demás es decuplicar el talento recibido. Reflejo es de la capacidad transcendental el concebir nuestra presencia continua ante el Señor del tiempo, el que existe desde toda la eternidad. Pongamos toda nuestra confianza en Aquel que sí que volverá.

By wsmayor

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