Me alegra ponerme en contacto contigo. Sin duda hoy en día mucha gente debe pensar que eres raro por pensar en el sacerdocio, dada la sombra que se proyecta sobre la Iglesia. Otros puede que te feliciten por tu heroísmo. En realidad, ambas reacciones son excesivas. Para un varón católico joven que es fervoroso en su fe, es una cosa normal y razonable pensar seriamente sobre ser sacerdote, y con razón. La verdad es que, si tienes una vocación al sacerdocio deberías abrazarla con gusto, porque es una vocación extraordinaria. Es triste que más hombres jóvenes no la consideren con seriedad y acepten la llamada.
Déjame empezar con definiciones, más que con consejos. ¿Qué es el sacerdocio, esencialmente? La Carta a los Hebreos y la Primera Carta a Timoteo nos dan la respuesta. El oficio pertenece primero y principalmente a Cristo mismo, el único “sumo sacerdote” de toda la humanidad (Heb. 7,26) y “mediador” entre Dios y los hombres (1Tim. 2, 5). Tradicionalmente se ha entendido que el sacerdocio de Cristo actúa en una doble dirección, ascendiente y descendiente. Los dones de Dios descienden a los seres humanos a través del único sacerdocio de Cristo porque Él es la única fuente de gracia y verdad para toda la especie humana. La comunidad humana también asciende hacia Dios, primero y sobre todo a través de la obediencia, reverencia, y oración humanas de Cristo, porque Él es “el que inicia nuestra fe”, según Heb. 12, 2.
El sacerdocio ministerial en la Iglesia Católica toma su punto de partida de estas dos formas de participación. Cada sacerdote católico es un ser humano frágil y limitado, que ha sido llamado a participar en la misión sacerdotal de Cristo de una forma totalmente derivada y subordinada. El “descenso” ocurre mediante la comunicación de la verdad divina y la gracia sacramental, en lo cual el sacerdote actúa como instrumento de Dios a pesar de sus propias limitaciones. El “ascenso” ocurre principalmente en la liturgia y en el gobierno pastoral del sacerdote, puesto que en ellas el sacerdote orienta al pueblo cristiano hacia la auténtica alabanza divina y a una vida de santidad. Tanto en uno como en otro sentido, el sacerdote está llamado a la conformación progresiva con Cristo y a la conversión, en virtud de su ordenación sacerdotal, y a una vida de oración, enseñanza, y cuidado de las almas. Si hace esto con genuina docilidad hacia la gracia de Dios, la luz de Cristo brilla desde él al mundo por medio de su ministerio. Si hace esto en confrontación o traición hacia el verdadero misterio de Cristo, se convierte en un ser contradictorio en el cual el misterio de Cristo se muestra de una forma dolorosamente oscura, en detrimento de la Iglesia e incluso en potencial escándalo de los fieles. Así pues, lo que está en juego es mucho, pero aún cuando tengas esto en cuenta no deberías tener miedo. La gracia de Cristo está con todo aquel que ha sido llamado al sacerdocio.
Por tanto, el primer objetivo que se debe perseguir para ser sacerdote, es mantenerse en la presencia de Cristo. La vocación tiene sentido solo en la medida en que nos mantenemos constantemente en relación con Él, su misterio, su verdad, y su Iglesia. Cristo da a los sacerdotes una cierta estabilidad interior a lo largo del tiempo. Vivir en Él es volverse fuerte, no inestable. Pero la estabilidad es dinámica. Sólo funciona si el ministro permanece pobre espiritualmente y dócil a Cristo, actuando en Él y por Él. Esto es algo más profundo que una lista de responsabilidades o una actitud moral sincera. Es un hábito de ser que viene del Espíritu Santo. Así que es bueno empezar con realismo.
Déjame comentarte un par de ideas básicas sobre el discernimiento al sacerdocio y la preparación adecuada. En primer lugar, unas breves palabras sobre las motivaciones. ¿Por qué debería alguien querer ser sacerdote? Desconfiaría de los que sugieren la necesidad de un autoanálisis psicológico prolongado sobre este punto. Por supuesto, deberíamos buscar conocernos. Pero la vocación no surge de alguna especie de profundo acto de introspección, y aún menos exige que atravesemos una tragedia interior como prerrequisito para nuestra entrada al seminario. Esa forma de pensar puede ser fácilmente producto del narcisismo. La vocación viene fundamentalmente de un deseo de conocimiento de Cristo y de intimidad con Dios, a pesar de nuestro deseo natural y normal de matrimonio e hijos. El seminarista es una persona que ha renunciado la muy buena realidad natural de la vida en familia para vivir para algo que ha aprendido a desear más: la búsqueda de Dios.
También deberías tener cuidado con aquellos que definen la vocación sacerdotal esencialmente en términos de utilidad pública o felicidad personal. Nuestra cultura tiende a pensar fundamentalmente en términos utilitaristas y terapéuticos. “Si eres sacerdote, serás útil para otras personas y te realizarás psicológicamente”. Puede ser. Probablemente lograrás ambas cosas, por lo menos parte del tiempo. Pero estos son motivos insuficientes. La verdadera fuerza motriz que mantiene a una persona en el sacerdocio es el deseo de hacer la voluntad de Dios y de encontrar a Dios. Un abad benedictino me dijo una vez, “Las razones por las que pensé que había entrado no son las razones por las que me quedé”. A lo largo del tiempo una persona permanece en su vocación, en medio de la alegría y el sufrimiento, del reconocimiento humano o de la ignominia y amonestación cultural, tan solo por Dios. La estabilidad del sacerdocio es, en su base, la estabilidad de la Cruz. Viene de Dios, de su voluntad y de su gracia, y no de estimaciones humanas de mérito o logro, introspección psicológica, o de argumentos pragmáticos.
La manera de poner esto en clave positiva es decir que el sacerdote aprende poco a poco a existir tan sólo para Dios, y no para ninguna mera cosa creada. El sacerdote es una señal para el mundo de que los seres humanos pueden existir para Dios mismo, para disfrutar de Él a través del conocimiento y del amor, porque Dios vale la pena. San Agustín lo explica de una forma más potente: no existe nada en el mundo que sea digno de ser amado por sí mismo excepto Dios. En este sentido, el sacerdote es el primero que tiene que aprender a renunciar a sus ídolos. Solo Dios permanece. Lo demás se vuelve ceniza. Esta es la razón por la cual la Iglesia depende profundamente para su testimonio de la radicalidad de la vida religiosa y del sacerdocio. Estos ministerios están destinados a enseñar de forma visible que la Iglesia misma existe para Dios. Y si la Iglesia Católica no puede hacer nada destinado tan solo a Dios, no puede hacer nada de verdadera importancia en el mundo de hoy. En última instancia, sus intentos de justificar su propia existencia se volverán patéticos mientras intente probar su utilidad en términos puramente humanos, políticos, o mundanos.
Una segunda idea: la vida de un sacerdote está centrada en torno a la verdad de la doctrina católica. Esto es algo que parece que hay muchos que lo entienden mal en la Iglesia hoy en día. Hay muchas personas, tanto “progresistas” como “tradicionalistas”, que aceptan a regañadientes la misión doctrinal de la Iglesia. Doctrina en latín significa “enseñanza”. La Iglesia comunica la revelación de Cristo confiada a los apóstoles. A nivel práctico, nadie es más responsable para hacer esto en el día a día que el sacerdote católico, y si no vemos esto claramente como sacerdotes, nuestras vidas se vuelven rápidamente estériles. Fuera de la celebración de los sacramentos, la responsabilidad central del sacerdote es enseñar la fe. Si hoy en día está sucediendo la secularización de vastas partes de Europa y Norte y Sur-América, la principal razón es que está siendo ignorada, o se está ejecutando muy pobremente esta función tradicional del sacerdocio.
Al decir que el sacerdote debe enseñar la doctrina apostólica, no estoy diciendo que tengas que ser un erudito intelectual, y desde luego tampoco que necesites ser un profesional titulado. ¿Era San Pablo profesor de teología? En verdad, las responsabilidades sacerdotales son muy diferentes: el cura parroquial necesita instruir gente de todos los niveles y edades, desde la catequesis de niños pequeños a la instrucción de hombres de clase trabajadora o a jóvenes profesionales, académicos, e incluso líderes culturales. Esto es más exigente en algunos sentidos que lo que hacen los profesores universitarios, pero no necesitas un doctorado para hacerlo. Si un sacerdote presenta a los demás los misterios de la fe simple, clara, y rigurosamente, el Espíritu Santo trabajará a través de él a pesar de sus limitaciones. Es increíble lo que puede ocurrir simplemente a través de una presentación clara y valiente de las enseñanzas del Catecismo. Es importante no subestimar el poder de la verdad.
La formación del seminario te dará el tiempo necesario para estudiar las verdades básicas de la fe y para practicar para comunicarlas de una forma suficientemente clara. Las virtudes básicas en las que necesitas trabajar en esta etapa temprana son la diligencia y el coraje. Necesitas formar un hábito de estudio diario de la fe, y desarrollar el valor suficiente para hablar claramente sobre ella a otros con prudencia y amor, y no estridentemente o a la defensiva. Todo esto importa porque la crisis actual del sacerdocio es sobre todo una crisis de fe, y la fe (como hace notar acertadamente Sto. Tomás de Aquino), es una gracia sobrenatural dada primeramente al intelecto, no al corazón. Consiste en el juicio recto sobre la verdad del cristianismo, y cómo esta verdad debería informar nuestras vidas. Una Iglesia y un sacerdocio sin criterio intelectual acerca de Cristo se arriesga a convertirse en una Iglesia sin fe… pero también una Iglesia sin amor, pues el amor es guiado e informado desde dentro por la orientación hacia la verdad. La conclusión de todo esto es que necesitas cultivar progresivamente una verdadera vida intelectual cristiana en la cual aprendas a ver la realidad a la luz de Cristo. Esto es lo que te permitirá evangelizar, y dar estabilidad a otros en la tribulación.
Una tercera idea: un desafío fundamental es permitirle a la gracia de Dios que dé forma a todos los deseos más interiores de nuestro corazón. El sacerdocio consiste en tener un corazón reorientado por el amor divino. Esto es un proceso de toda la vida. Un sacerdote es primeramente y sobre todo un corazón que busca a Dios, lo que significa que es también una persona que está constantemente abandonándose a Dios, un pecador siendo siempre redimido por la Cruz, y exaltado por ella. Nietzsche dice que el sacerdote solo es peligroso si ama de verdad, con lo que quiere decir que el engaño del cristianismo solo planta raíces en la persona si se es un fanático celoso. Hablando místicamente, Nietzsche tiene razón. El amor de Dios tiene que guiarnos si queremos ser de verdadera utilidad para las otras personas. La Iglesia no es una oficina de burócratas de lo sagrado. San Bernardo de Claraval habló del monje cisterciense como un león salvaje enjaulado, encerrado en su celda monástica pero constantemente rugiendo a Dios. El sacerdote debe ser un trovador, no un manager. Cuando una persona verdaderamente ama a Dios, se trata de algo contagioso.
Los ciudadanos de a pie de la Iglesia -el pueblo de Dios- generalmente quieren a los sacerdotes que les sirven y reverencian el misterio del sacerdocio. Sin embargo, solo lo hacen cuando sienten que él verdaderamente se siente en casa con ellos, que se preocupa por ellos, y que permanece con ellos también a través de sus crisis y en sus cruces. Gran parte de su confianza en lo que enseña la Iglesia está asentada en lo que ven en las vidas de sus pastores. Cuando un sacerdote prepara a la gente para el matrimonio con franqueza, oye las confesiones con compasión, los visita a ellos o a sus seres queridos cuando están enfermos, los consuela cuando están angustiados, y entierra a sus muertos con confianza en la resurrección, entonces creerán en el sacerdocio, y creerán en lo que enseña la Iglesia.
Ten cuidado con los obstáculos de la cultura clerical. La adquisición de consuelos materiales no se trata de un sustituto pensado para compensar por el celibato, como si la experiencia en restaurantes y viajes internacionales sirviera de compensación legítima por una vida sin familia. Intenta ser el tipo de seminarista que lleva guantes de trabajo y lava platos, no aquel que busca ser servido o valorado. Los sacerdotes pasan tiempo con la gente que está desalentada o que se siente sola, no solo con los que les va bien o tienen éxito (aunque estos últimos también le importan a Dios). Además, sé consciente de tu propia vida emocional. Si te estás preparando para el sacerdocio necesitarás cultivar amistades sanas. Todo sacerdote y seminarista necesita amigos en los que pueda confiar, sus iguales, que son normalmente sus compañeros, o tal vez a veces también parejas casadas de su edad o más mayores. Nuestras relaciones deberían estar caracterizadas por tener límites apropiados, y deberían por supuesto ser completamente castas (emocional a la vez que físicamente), pero sin ser exageradamente formales o robóticas. Sé sincero y nunca cedas en tu capacidad para decir lo que piensas en alto (de la forma apropiada).
Dicho esto, si un hombre se está preparando para el sacerdocio y todavía quiere tener relaciones emocionalmente intensas con mujeres jóvenes, se está engañando a sí mismo. La gracia no destruye la naturaleza. Si una persona tiene una vocación, todavía puede experimentar una atracción natural a las mujeres, y este es uno de los lugares centrales en que los límites y el ascetismo cuentan mucho en los años en los que una persona se está preparando para la ordenación, y también después.
Nuestra cultura no entiende ni valora el celibato sacerdotal, y en cierto modo eso es algo bueno. Es una oportunidad de dar testimonio radical de Cristo. El celibato es un signo de contradicción: enseña a la gente que se puede existir para algo más allá del orden creado, para Dios mismo. Sin embargo, en nuestro propio momento histórico, hay una falta de confianza hacia cualquier forma de entrega que sea para toda la vida. Los votos de fidelidad matrimonial y la decisión de tener hijos también son difíciles de comprender para mucha gente. Esto no significa que nuestros contemporáneos estén cómodos con su sexualidad. El predominio de la pornografía, la cohabitación estéril, y la soledad prolongada sin matrimonio ni hijos están llevando a la gente a repensar los valores de la revolución sexual. En este contexto, el celibato sacerdotal por Cristo sirve de punto de referencia. Enseña a todos, hayan fallado o vencido en este terreno, que se puede ofrecer la vida a Dios en toda circunstancia y que su propio trabajo de ascetismo es valorado por la Iglesia.
La mentalidad mundana sospecha que el celibato es una forma de represión y de sacrificio inhumano del placer sexual. Pero cuando es vivido correctamente, hay una belleza en el sacerdocio, como un modo humano y distintivamente masculino de ofrenda de uno mismo a Dios. El celibato sacerdotal auténtico nos presenta una forma de masculinidad que es espiritual y elevada. Ayuda a otros hombres a ser maridos mejores y sacrificados, y a las mujeres a trascender algunas de sus conflictos centrales de poder, resentimiento, y seducción. En realidad, manifiesta algo profundo que puede existir entre hombres y mujeres sólo en Cristo: una verdadera amistad espiritual.
En la evaluación que la Iglesia hace del celibato está en juego la verdad sobre Cristo mismo. Su ejemplo constituye el centro cristológico del celibato, y no puede ser ignorado. Él mismo era célibe, así como también lo eran San Pablo, San Juan, y muchos otros santos, así como la Virgen María, la Madre de Dios. ¿Son comprensibles para nosotros las vidas misteriosas de estos grandes santos? El sacerdocio célibe refleja y encarna esta realidad en el corazón de la Iglesia. ¿Puede nuestro pobre armazón humano soportar la impresión de la imitatio Christi a este respecto? La historia dice que sí. La fecundidad de la Iglesia fluye, en cierto sentido, de su compromiso con el celibato como parte de la vida de las órdenes religiosas. Fueron estas sobre todo las que trajeron el Evangelio a los demás continentes fuera de Europa, y hoy son principalmente estas las que evangelizan a menudo en los lugares que todavía no son cristianos, o que lo han dejado de ser. Los sacerdotes célibes puede que no tengan descendientes físicos, pero por el bautismo tienen muchos millones de hijos. Nuestros enemigos escépticos e hipersexualizados puede que se burlen, pero su propio número decreciente desmiente su falsa seguridad. Ignora la desolación de los detractores (incluso si son cardenales alemanes) y busca la pureza en Cristo.
¿Qué deberíamos hacer al respecto de la crisis de abusos sexuales y de credibilidad en el sacerdocio y el episcopado? Estoy seguro de que cuando mencionas a la gente que estas pensando en el sacerdocio, eso es lo primero que viene a la mente de muchos.
En cierto sentido, es algo por lo cual decididamente vale la pena preocuparse. Debemos tener una convicción clara sobre la necesidad de justicia humana e integridad eclesial, tanto a nivel nacional como internacional. Si estás en el seminario o en el sacerdocio diocesano o religioso y te encuentras con individuos con problemas en este terreno, tienes que ser directo y ayudar a sacar las cosas a la luz. La credibilidad de la Iglesia no se restaurará plenamente hasta que todos los sacerdotes y obispos estén sujetos a un conjunto coherente y razonable de disciplinas, con normas ascéticas y una práctica consistente. Esto está sucediendo poco a poco, a pesar de los verdaderos reveses que estamos viendo. La indignación tiene su sentido, pero también el optimismo tiene su valor.
En otro sentido, como una persona individual buscando a Dios, no deberías preocuparte demasiado sobre esto. Como cristiano, tienes la obligación de encontrar el gozo en Dios por encima, y más allá, de todos aquellos defectos patéticos y fracasos por parte de las personas humanas que forman parte de la Iglesia. El sentido del ex opere operatoconsiste en que la celebración de los sacramentos permite a Cristo estar presente en la Iglesia a pesar de todos los defectos de los hombres. Y el sentido del carisma de infalibilidad en la Iglesia es que la doctrina apostólica permanece claramente identificable e inerrante aún cuando parte del personal de la Iglesia fracase en vivir según esta doctrina, o incluso en creer en ella.
No te estoy aconsejando la indiferencia, sino que priorices en tus preocupaciones. La fundación divina de la Iglesia es lo que viene antes, no sus ministros humanos. La fe sobrenatural en Cristo nos asienta en estos cimientos, donde podemos estar en contacto permanente con Cristo, “piedra viva” (1Ped. 2, 4) sin mancha por nuestros fallos humanos. Si aprendes a vivir a ese nivel, verás a la Iglesia como lo que es en su profundidad y la amarás precisamente porque está siempre unida a Cristo y vivificada por su santidad. El comprender esto, lejos de ser una forma de escapismo, te da la valentía para luchar por la reforma de la Iglesia y de sus presbíteros sin ceder al desánimo ni al cinismo.
Todo el mundo está llamado a la felicidad, pero de diferentes maneras y según distintos estilos de vida. El matrimonio es la forma más natural y razonable de encontrar la felicidad en esta vida. He tenido un número incontable de amigos que han empezado a ser felices de verdad cuando han sido padres por primera vez y que “se encontraron” a si mismos a través de volverse padres o madres. Pero aquellos que están casados también experimentan las limitaciones que tiene la felicidad en esta vida. Sienten la necesidad de una conversión más profunda a Dios, como su esperanza última y fuente de felicidad. En la mayoría de la gente esto tiene lugar a trompicones y a lo largo de toda una vida.
El sacerdote, mientras tanto, se salta algunas de las fases. En última instancia la vocación al sacerdocio es una vocación a la felicidad, pero a un ritmo diferente y a un nivel mayor. Viviendo sin el recurso natural a la felicidad en familia, uno tiene que “re-estabilizarse” en un registro mayor. Esto es algo consolador y desafiante a la vez, como el descanso físico que viene no de dormir, sino de pausar durante un ascenso seguro a una alta cumbre. No podemos empezar el ascenso nosotros mismos, pero la gracia de Dios lo hace viable, y no solo soportable, sino también sereno y tranquilo. En el Evangelio de San Juan, Cristo habla de una paz que el mundo no puede dar (14, 27). Esto es lo que está en el corazón de cada vocación sacerdotal: volverse primero prisionero y luego emisario permanente de esta paz. La conclusión de todo esto es que no deberíamos tener miedo de rendirnos a nuestra vocación, creyendo en aquella felicidad que solo viene de Dios. Él hace el trabajo esencial y nosotros cooperamos con ello.
La moralidad del liberalismo moderno es a la vez permisiva e inmisericorde. Para nuestros contemporáneos profanos, todo dependería de nuestra autonomía y autenticidad, pero paradójicamente conseguimos pocas cosas de importancia, y si perdemos el favor de las élites que son custodio de nuestra cultura, no hay forma de volver al redil. El catolicismo es lo opuesto a esto en casi todos sus aspectos. Nuestras vidas espirituales no dependen principalmente de nuestra propia autoridad. Más bien al contrario, es Dios quien toma la iniciativa con su regalo de la gracia en Cristo. Sin Él puede que no valgamos mucho, pero con Él nuestras vidas adquieren tanto un profundo centro de gravedad como una maravillosa levedad en el ser. Incluso nuestros pecados son “útiles” si se los enseñamos a Cristo. Es una fuente continua de perdón y de vida, que hace que podamos vivir sin desesperanza.
La tradición moral católica trata de felicidad, santo ascetismo, gozo, ofrenda de uno mismo, humildad y salvación. Nos señala a lo sublime, y nos promete toda la magnitud que supone el amor divino. Si aspiras al sacerdocio y tu vocación es confirmada por la Iglesia, al final te encontrarás en el corazón de este misterio, pasando a ser mediador entre Dios y los hombres, vinculado a ello para siempre por la ordenación a Cristo y a su Cruz. La vida espiritual de Cristo pasa desde el Gólgota al mundo a través del sacerdote, en los sacramentos y en la predicación apostólica. Es a la vez extraño y grave permanecer en este nexo, cerca de la luz que nunca se extingue, para dejar que te cambie poco a poco, y que queme tu corazón, y los de otros a través de ti. Pero también es una existencia alegre. Te animo a entregarte a ella.
Gracias, de nuevo, por escribirme. Quiero que sepas que voy a estar rezando por ti en tu discernimiento.
Thomas Joseph White, O.P., es el director del Thomistic Institute en Roma.
Publicado en la revista “First Things” en Marzo de 2019
Traducido al castellano por el seminarista Ramón García-Atance Santa María