¿Quién podría pensar que un chico a día de hoy quiera ser sacerdote? Pues bien, me llamo Marcos, tengo 20 años y sí, quiero ser sacerdote, y ya llevo 3 años en el seminario preparándome para ello. Lo que voy a contar ahora, no es un cuento, ni una historia fantástica; es la historia de mi vida, mi historia de amor con Dios.
Nací gracias a Dios en una familia cristiana, fui bautizado y mis padres me metieron en un colegio de monjas cuando tenía 2 años. Allí empecé a conocer a Jesús con el paso del tiempo, y descubrí que era mi mejor amigo. Además, mi familia me llevaba a misa, y aunque no me enteraba de nada, allí estaba. Empecé primaria, y cuando llegó la primera comunión experimenté una avalancha de gracias del Señor. Necesarias fueron, pues después de esto, llegó a mi vida la cruz. Una situación que yo no podía cambiar, una situación con la que sufrí mucho, pero siempre Jesús estaba a mi lado. Y en medio de aquel dolor experimenté como mi amigo me llamaba a una cosa especial, pero mis padres se opusieron.
Llegó la secundaria, y con ella también vino “el pavo”. Poco a poco, en la situación de soledad en que me encontraba, empecé a encerrarme en mí mismo. Mi vida diaria pasó a ser monótona, y aquella llama que un día encendió Jesucristo en mí, fui dejando que se apagara. Mis padres ya no me obligaban a ir a misa, y cuando me quise dar cuenta, me había olvidado de Jesús. Una herida había en mi corazón, y trataba de sanarla yo solo, y cuanto más lo intentaba más grande se hacía. El vacío que Jesús había dejado en mí tenía que rellenarlo, y lo hice, pero de cubos de basura que parecían la mejor delicia del mundo, pero me dejaban más vacío todavía. Llegó a mí la oportunidad de hacer nuevos amigos y empezar de nuevo y así hice. Empezamos a ir al botellón, a desear solo que llegase el viernes, a buscar amores de fin de semana… y la herida se iba haciendo más grande. Pero Dios no me dio por perdido y vino en mi busca a través de mediaciones muy concretas: empecé a hablar con una monja de cómo estaba, pero el tema Dios no lo tocábamos, para mí Dios no existía. Me pidió que fuera a un grupo de jóvenes cristianos del colegio, y por no hacerle el feo empecé a ir, y conforme pasaban las semanas me preocupaba, porque me sentía bien allí. Y llegó Dios a mi vida con todas sus fuerzas, tras algunas renuncias por mi parte, en una peregrinación a Montserrat. En el santuario del Tibidabo me encontré con Cristo resucitado en la Eucaristía, vivo y lleno de amor hacia mí. Allí vi cómo quería Él curar mis heridas, y con el tiempo lo hizo; pero me recordó una cosa que se me había olvidado: que quería algo especial de mí.
Pasé a bachillerato y el Señor había cambiado mi vida por completo. ¡Era feliz! Tenía todo lo que necesitaba: buenos amigos, me iba bien con los estudios, sabía la carrera que quería hacer, estaba muy contento con mi novia, me sentía amado por Dios e intentaba vivirlo, … Y cuando más feliz era, volvió a salir al paso el Señor. Me fui a una peregrinación a Fátima con mis amigos, y estando allí, entré como en una nube. Sentía la presencia de Dios en mi vida como nunca, el amor de la Virgen… y estando en una misa, viendo a los sacerdotes celebrar, algo empezó a moverse en mí, y sentía como mi corazón quería ir con los sacerdotes, pero yo no quería. Al terminar la misa hablé con un sacerdote, y le dije a la Virgen: si quieres que sea sacerdote de Jesucristo, ayúdame porque solo no puedo. Y le dije que sí al Señor, con mucho miedo, pero le dije “Sí”. Y desde ese momento hasta terminar 2º bachillerato, estuve discerniendo si de verdad era algo del Señor, y sin duda que lo era. Así que cuando terminé la selectividad, al año siguiente entré en el seminario.
Esta es mi historia, o, mejor dicho, la historia de amor que Dios ha tenido conmigo, su criatura, donde Él, que tomó la iniciativa, me sigue llamando cada día, y es el que de verdad me hace feliz. Es verdad que he dejado cosas, pero he ganado algo mejor, lo mejor: he ganado a Cristo.